Eleanor Roosevelt
Decía Gabriel García Márquez: «El secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad».
Nunca quiso confesar que disfrutaba de la soledad, aun cuando estaba verdaderamente acompañada; más aún cuando la gente que se acomodaba a su lado la obligaba a mantener aquella extraña mueca forzada en su arrugado y todavía, bello rostro. No se sentía avergonzada por querer permanecer el mayor tiempo posible sola –bien sabía que era una defensa que venía de muy lejos–, sencillamente quería mantener alejados a los complacientes psicólogos con sus predecibles compensaciones para todo. A aquellas alturas de su vida, no mostraba interés alguno por descubrir cómo se forjó la armadura que la protegía de todo lo malo que la acechaba. Así estaba bien. El tiempo, al fin, había alejado de sí la curiosidad banal.
Eloísa había aprendido a amar la
soledad, la suya, la que ella había escogido por voluntad propia, con ese tipo de
sonido diferente que es el silencio, y, que algunas veces –como la tormenta– llegaba
acompañado por un ensordecedor ruido mental, y, otras, aparecía de la mano de
sus abrumadoras mudeces.
En ocasiones, se sentaba a contemplar,
con ojos en apariencia vivos, una película que ella misma había despojado de
emociones, y así, sin más, comenzaba una huida hacia alguna parte. Reconocía,
con una imperceptible sonrisa, que era un truco que solo los grandes escapistas
podrían descubrir: aventarse a escondidas por la techumbre de su hogar sin que
nadie reparase en ello, y volar a otros mundos, a otras realidades, que unas
veces estaban allí, que otras se encontraban a eones de distancia del diván de
su salón donde la televisión continuaba emitiendo fotogramas sin sentido.
Desde niña, su alocada mente siempre se
había comportado de aquella manera tan indómita, y permanecer en silencio, le
daba sin duda, la mejor coartada para escapar. Jamás había necesitado del ruido
innecesario, pues, si era su deseo, podía sentirse acompañada, cuando los suyos
estaban cerca, aun cuando estaban lejos.
Solo el silencio de la noche comenzaba
ya a ser diferente, pues en esas horas en que todos duermen, era cuando el
sueño la rehuía y los monstruos golpeaban con insistencia sus sienes, y ella,
les hacía ver que no les escuchaba, pero ellos no desistían y se crecían, y,
hacían más y más ruido. Pero ella les ignoraba.
Aquella era una mujer menuda que no
temía la soledad, ni el silencio, ni a los monstruos tampoco. «¿Y a la muerte? –se
preguntó a sí misma con una voz que no pudo reconocer–. ¿Cómo voy a temerla? –se
respondió–, hace tiempo que la espero, pero que venga sin prisa, ¿eh?».
Sin embargo, había algo que sí la atormentaba:
temía que de tanto huir, acabaran por no reparar en ella y terminara por
convertirse en uno de esos ancianos invisibles que todos saben que existen,
pero que nadie puede ver. Porque, cuando la desecharan en una residencia, como
un trasto viejo, estaría alejada de sus recuerdos, de sus maravillosas
historias y de sus libros, con la incertidumbre de no saber si los leyó o la
esperaban ansiosos por convertirse en uno más de sus preciosos recuerdos.
Solo esperaba que cuando
llegase aquel aciago día, la atrapase la locura y la llevase de la mano a
mundos tan lejanos que no hubiera billete de vuelta. –«¡No intentéis regresarme
a la realidad! –gritó con una voz que se negó a salir de su garganta–. Si escapo
de ella, que nadie se sienta estafado, seguramente necesite dar una vuelta por
aquello que no quedó resuelto, que quedó atrapado en alguna parte de mi cerebro
marchito, y además, me zafaré como siempre he hecho, por el polvoriento techo
que se alza por encima de mi cabeza».
Escribir es defender la soledad en la que vivo. María Zambrano.