Cyril Connolly
Han sido muchos los momentos importantes que hemos compartido como familia humana y que nos han distinguido como seres inteligentes: el control del fuego, el lenguaje y la escritura, el arte, la electricidad y las comunicaciones, la higiene, el descubrimiento de la penicilina y de la insulina o, cuando pretendimos conquistar el espacio y nos sentimos tan poderosos que incluso dejamos, en representación de toda la humanidad, la simpática huella de una pisada en la Luna.
Pero si recayese en mí señalar un único acto que nos defina como especie inteligente y sensible hasta podría poner una fecha: el 10 de diciembre de 1948, el día que se ratificó la Declaración Universal de Derechos Humanos.
Siempre me viene a la mente la imagen de Eleanor Roosevelt sosteniendo orgullosa una Declaración que se gestó para dar respuesta a la barbarie experimentada por todos los pueblos del mundo durante la Segunda Guerra Mundial. Todos sus puntos son de enorme relevancia para la humanidad, pero, como sería muy extensa su enumeración, solo quiero hacer hincapié en que en su último artículo se recuerda al Estado que no puede suprimir ninguno de los derechos y libertades proclamados en ella.
Los dos años invertidos en su cuidada elaboración no fueron un camino de rosas, porque ni siquiera cuando el ser humano defiende al ser humano es capaz de ponerse de acuerdo. Ni todas la naciones estuvieron en sintonía en todos los puntos; sin embargo, a día de hoy existen unos derechos que nos protegen y a los que no deberíamos renunciar por un plato de lentejas. Hemos evolucionado mucho, sí, pero esos puntos aun no están impresos en nuestro ADN.
De todas formas, para nosotros esos derechos fundamentales no llegaron hasta más tarde, con la firma en 1978 de nuestra Constitución, que no es perfecta, que necesita más de un retoque, pero que nos encumbró a la categoría de ciudadanos del mundo, pues, al firmarla, integramos en nosotros todos aquellos derechos y libertades que ya llevaban circulando por el mundo treinta años.
Nuestros derechos y libertades descansan sobre un memorial de muertos cuyos rostros se han ido desvaneciendo en el tiempo. Honremos su memoria impidiendo que se sigan pisoteando nuestros derechos solo porque el miedo nos mantiene paralizados. Los gobernantes llevan años poniéndonos a prueba y saben cómo asustarnos para después recortar nuestros derechos; porque no todo son guerras que suceden a miles de kilómetros de casa, a veces el miedo sí se disfraza de tirano ruso o de militar chino, pero otras se esconde tras un pangolín, un murciélago o un niño que empuña un arma, y lo que es más aterrador, se esconde tras aquello que no es tangible como la vejez en soledad, la pobreza y el desempleo.
Sí, ellos saben cómo
asustarnos, pero nosotros debemos mantenernos unidos. No olvidemos que los
Derechos Humanos son como esa única pisada en la Luna: LA HUELLA QUE NOS REPRESENTA
A TODOS.
Escribir es defender la soledad en la que vivo. María Zambrano.