Jorge Luis Borges
Reza un proverbio tibetano: «Mañana o la próxima vida; nunca se sabe qué llegará primero».
Padmasambhava, también conocido como «Guru Rinpoché o maestro precioso», introdujo el budismo en Tíbet en el siglo VIII. Se dice que encarnaba la compasión y sabiduría de todos los budas (persona que ha despertado de la ignorancia y se ha abierto a su vasto potencial de sabiduría). Cuando hablaba de la muerte decía: «quienes creen que disponen de mucho tiempo solo se preparan para morir en el momento preciso en que les sorprende la muerte. Entonces les desgarra el arrepentimiento, pero, ¿no es ya demasiado tarde?».
Michel de Montaigne, filósofo y humanista
francés del siglo XVI, decía: «No sabemos dónde nos espera la muerte, así pues,
esperémosla en todas partes. Practicar la muerte es practicar la libertad. El hombre
que ha aprendido a morir ha desaprendido a ser esclavo».
¿Practicar la muerte? Contrariamente
hemos sido educados para temerla. Las maliciosas y retrógradas teorías sobre el
cielo y el infierno han calado incluso en aquellos que no profesan fe alguna,
renunciando con hastío a rebatir sus frágiles argumentos por recelo a que les
acabe atrapando la oscuridad.
Por eso yo digo: ¡basta ya, demasiados
siglos sometidos al chantaje!, recordad que no estamos solos, tenemos a los
libros de nuestra parte, ellos nos ayudarán a romper esas cadenas impuestas,
pues solo el conocimiento tiene el poder de debilitar la ignorancia y el miedo.
Propongo abrir nuevamente ese debate,
sin miedo, sin prejuicios, pero esta vez dejemos al margen lo conocido,
busquemos las respuestas lejos de los templos. Ahí sabemos que no se encuentran.
Filósofos y humanistas llevan siglos hablando de ello: ¡escuchémoslos! La
filosofía budista revela que la vida y la muerte son un continuo, donde la
muerte no es más que el comienzo de otro capítulo de la vida: «Con la llama
de una vela que está a punto de consumirse prendemos otra nueva; atrás quedan
el dolor y el apego. Una misma llama (conciencia, alma), distinta vela (cuerpo)».
Sin embargo, mi propósito es más
humanista que espiritual, porque en la aceptación de la muerte reside la clave
de nuestra supervivencia como especie, ya que los desastrosos efectos de esa
negación van más allá del propio individuo. Al considerar esta vida como única,
no hemos desarrollado una visión a largo plazo, y, en consecuencia, vivimos de manera
egoísta: la progresiva destrucción del medio ambiente amenaza, desde hace
décadas, la supervivencia de todos los seres que habitamos este hermoso y singular
planeta. Por ello, ¿no es hora ya de cambiar la narrativa y plantarle cara a la
muerte?
Pero esto no solo va de dejar un
planeta mejor para nuestros nietos. Es cierto que, por inacción, nos hemos
convertido en cómplices de esta crisis medioambiental, consecuencia de una profunda
crisis política a nivel mundial, donde se gobierna a golpe de intereses de
mercado en pro de unas élites que están muy por encima del bienestar del individuo
y que están comenzando a erosionar nuestras democracias.
Por ello, aunque seamos una civilización adormecida que apenas
levanta los ojos de los dispositivos electrónicos y que, por apatía, no
cuestiona las decisiones de sus gobernantes, tenemos la obligación de despertar
y tomar las riendas de aquello que, aunque no nos pertenezca, debemos proteger.
Porque esto es mucho más grande: detengámonos a observar las partes más pequeñas
de nosotros mismos, solo entonces alcanzaremos a comprender que estamos hechos
de partículas que existen desde el instante en que se formó el universo y que
han viajado a través del tiempo y del espacio para darnos forma. Y algo tan sublime
y tan grandioso no puede ser efímero. Y de ahí no me bajo.
Nadie está obligado a aceptar la historia de la llama y de la
vela, pero siempre podéis atesorar una pequeña biblioteca que acoja nuestra prosa
y nuestra poesía para que nosotros, los escritores, sigamos iluminando vuestros
hogares, pues, como decía Borges: «Cuando los escritores mueren se
convierten en libros, que, después de todo, no es una encarnación tan mala». Pues
eso.
Escribir es defender la soledad en la que vivo. María Zambrano.