"No hay dioses. No hay demonios. No hay paraíso. No hay infierno. Solo el maravilloso Universo que nos rodea."

Carl Sagan

¿Por qué Dios no coge el teléfono?


Nietzsche decía: «El hombre, en su orgullo, creó a Dios a su imagen y semejanza».

Como muchos «jóvenes» de mi generación (los revolucionarios años 60), crecí en una familia católica no practicante. Fue en la escuela donde me enseñaron a rezar, de igual modo que me enseñaron las tablas de multiplicar o las capitales de aquella nación que, por entonces, se denominaba «una, grande y libre». Es decir, acepté el adoctrinamiento con calzador, pero sin emoción alguna.

Mi gran prueba de fuego llegó a los seis años cuando me obligaron a hacer la primera comunión: una experiencia traumática que me dejó confundida por mucho tiempo, pues, en un mismo instante me encontré de frente con una fuerza sobrenatural que gozaba de lo lindo enviando plagas; un mesías a quién habían torturado y nadie tenía la compasión de bajar de un madero; y unos cimientos muy imprecisos que denominaban «Iglesia». Una alianza forzosa de tres elementos que no casaban entre sí. Pero lo que más me atormentaba era que, aquella mochila que me entregaron el día en que me disfracé de «niña-novia», tendría que cargarla sobre mis hombros me gustase o no.

Sin embargo, nunca fui una niña dócil y aquella mochila pesaba demasiado. Aquel «regalo divino» me produjo un gran sufrimiento que se manifestó en severas jaquecas, insomnio y pensamientos muy alejados de lo que sería lógico a una edad tan temprana. Me habían dado mucha información, pero estaba incompleta y yo no sabía qué demonios hacer con ella. Intenté salir de dudas y hablar con Dios, pero debía estar comunicando porque no cogió el teléfono.

Después llegó la compleja adolescencia que lo desbarata todo. No comprendía nada de lo que ocurría a mi alrededor, ni a mi familia, ni a mis compañeros, ni siquiera a mí misma. Esos extraños cambios llegan todos a la vez, bombardeándote con cosas para las que no estás preparada. Recuerdo asomarme una y otra vez al precipicio deseando saltar, pero por más que insistí, Dios nunca se puso al aparato. Y entonces comprendí que llevaba innata en mi naturaleza la rebelión y arrojé lo más lejos que pude la puñetera mochila. Y me sentí gratamente liviana; acepté que no necesito profesar ningún dogma de fe, ni mucho menos necesito a un mesías incapaz de bajarse de la cruz para consolar a los desheredados, que por cierto, son legión.

Afortunadamente, aquella etapa igual que llegó se marchó, y, las que llegaron después, aunque fueron más complejas, no causaron daño alguno porque, para entonces, yo ya disponía de recursos para enfrentarme a ellas. Y es que el tiempo es un gran aliado en esto de ganar batallas; a mí me ayudó a desaprender todo lo que perturbaba mi paz espiritual.

Y todo ello me lleva a pensar ¿en qué momento surgió esa necesidad visceral de pertenecer ciegamente a Dios? Porque el hombre lleva hablando de él antes de que se monopolizara su existencia. Puedo imaginar a aquellos primeros homínidos –que ya comenzaban a separarse de las bestias– observando con curiosidad el manto de la noche, adornado con titilantes luces y sentir cómo un escalofrío recorría sus cuerpos. E imagino que esos primeros seres inteligentes decidieron honrar a aquello que había atravesado sus cuerpos como un relámpago, y que, por azar, les protegió de alguna amenaza. De ahí surgieron los primeros dioses que les acompañaron tanto en la bonanza como en la tempestad.

Empero, cuánto más desarrollaba el ser humano su inteligencia, menos dioses necesitaba que caminasen a su lado, y al final, optó por honrar solo a uno. Y entonces surgieron lobos ocultos tras la piel de inocentes corderos; monstruos disfrazados que no dudaron en institucionalizar a un ser superior forjado a su imagen y semejanza. Un Dios –como dice en una de sus canciones Mago de Oz– «ciego, sordo y desocupado», cuya existencia no ha hecho más que dividir a las personas.

Siempre me he considerado una persona curiosa e inconformista, no obstante, en lo más profundo de mi ser todavía espero sentir ese relámpago que atraviese mi cuerpo y me muestre al fin a ese «Dios verdadero», porque, y aunque lo he intentado, sigo sin encontrar argumentos de peso para negarle. Aunque siga sin coger el teléfono.

En la escuela me abrumaba una frase que repetía constantemente la maestra en las clases de ciencias naturales: «el hombre nace, crece, se reproduce y muere». Y eso era todo. ¡Qué miedo me provocaba aquella simpleza! Pero es que nuestra existencia es demasiado compleja para tamaña tontería. Yo no puedo limitarla solo a una, para mí no tiene sentido; ni puedo dejar en manos del azar la fuerza con la que emerge la vida. Sumergirse en la naturaleza y escuchar es la clave para obtener las respuestas. Y saber que habito en un diminuto planeta dentro de la inmensidad del océano cósmico no me hace sentir pequeñita, al contrario, me hace sentir grandiosa, así como creo que debe sentirse una ola que descubre que ella es en sí misma el mar.

Es tiempo de desaprender. Religión no es más que la suma de un «conveniente creador» y la fe sobre la que descansa su iglesia. Recuperemos nuestra espiritualidad, allí reposa la creación misma y sus cimientos son la duda y la búsqueda del conocimiento. Puede que cuando percibamos el mundo tal y como es, sin reparar en Dios, descubramos la grandeza de la creación. Y bueno, puede que al final Dios sí esté detrás de todo, porque, al fin y al cabo, a un artista se le conoce por su obra. Y todos sabemos que las obras sobreviven a sus autores.

Por lo tanto, me gustaría contradecir a un colega escritor que hace poco expresó que no comprendía cómo una persona instruida podía creer en Dios. A mí me parece que creer o no en Dios no es condición sine qua non para medir la inteligencia de una persona, porque en mi caso, tonta, lo que se dice tonta, no soy.