Gustavo Adolfo Bécquer
John Kennedy
Toole decidió quitarse la vida en 1969 al no ver cumplido su sueño de publicar
su novela “La conjura de los necios” -bueno, supongo que no sería una decisión
tan simplista y habría más parámetros en la ecuación- pero tras la insistencia
de una madre tozuda, la novela se publicó y fue reconocida con el premio
Pulitzer en 1981.
Cuando, siendo adolescente, la novela llegó a mis manos, mi primera impresión fue meterla en un cajón porque, ni me atraía la trama ni despertaba en mí ningún morbo; pero siempre me ha apasionado leer y por supuesto, le di la misma oportunidad que di a otros desconocidos que pasaron por mis manos -a veces necesito la orfandad de lecturas maravillosas.
El comienzo no me gustó y el personaje me asqueó desde un primer momento, pero, a medida que la obra avanzaba, me maravilló cómo Ignatius J. Reilly comenzaba a cobrar vida y decidí embarcarme junto a él en la loca aventura que se escondía tras aquellas páginas.
Confieso que no terminé el libro por lástima, lo leí por respeto y, no sé si J.K.Toole hubiera escrito algo mejor de no haber tomado aquella brutal decisión, pero lo que escribió fue suficiente para pasar a la historia.
Sin embargo, a veces pienso que lo que se llevó a Toole, está ahí afuera esperando a muchos de nosotros. Desconozco cómo escriben otros autores, solo sé que en cada historia que construyo dejo como firma una pizca de mi alma, incluso en los personajes más despreciables, como mi Ádam, reposa un poco de humanidad.
Ádam Huxley nació para liberarme de una obsesión adolescente: el suicidio de una amiga de la familia que, aparentemente, tenía muchas cosas por las que vivir. Yo quise crear un personaje opuesto -aviso de spoiler-, poco agraciado, xenófobo, obsesivo, con demasiadas carencias afectivas, alguien que haciéndolo todo por amor, acaba destruyéndose a sí mismo hasta que no queda nada que salvar y, termina por convertirse en un monstruo. Mi monstruo.
Ádam es el protagonista de mi novela “Donde sueñan los almendros” y, es especial pues, cobró vida ante mí, ya que, él no hablaba porque yo pusiera palabras en su boca, yo escribí lo que me dictó su desequilibrada cabeza.
Siempre supuse que el escritor debía mantenerse al margen de los sucesos que golpean con furia a su personaje, igual que el fotógrafo debe contenerse y no intervenir con el fin de mostrar al mundo las injusticias, pero una duda me atormenta: si fui yo quien le obligó a vivir ese calvario ¿no debería realizar un acto de amor por él igual que lo hizo Toole?, porque al morir, él salvó a su personaje de caer en el olvido.
Llevo luchando por Ádam toda mi vida de escritora -más de los años que luchó la madre de J.K.Toole- porque el desprecio con el que han tratado mi obra me lleva a preguntarme si, el camino correcto para dignificarla, no será el que tristemente tomó Toole.
Escribir es defender la soledad en la que vivo. María Zambrano.