" Si ha de haber conflictos que sea mientras yo viva, que mi hijo pueda vivir en paz”.

Thomas Paine

El des-arte de la guerra

Si algo caracterizó mi juventud fue la ingenuidad. Yo creía en la paz. La PAZ con mayúsculas. 

Recuerdo a Gandhi, aquel hombre menudo que, vestido con escasos ropajes blancos, fue capaz de poner en jaque al todopoderoso Imperio Británico. Su frase: «ojo por ojo y el mundo acabará ciego» me parece de una inteligencia superior; Nelson Mandela, quien sacrificó su libertad defendiendo la justicia social, afirmaba: «la educación es el gran motor del desarrollo personal. Es el arma más poderosa para cambiar el mundo»; el discurso “I have a dream” de Martin Luther King, sigue poniendo la piel de gallina; John Lennon, con su incombustible “Imagine”, nos invitó a imaginar un mundo sin religiones, fronteras, ni propiedades. Incluso el anuncio de Coca-Cola de 1971 transmitía la fuerza de reunir, frente a un edulcorado refresco, a todos los hombres de buena voluntad.

 “We are the World” se compuso para aliviar la catastrófica hambruna que sufría Etiopía a consecuencia de una terrible guerra civil que se llevó por delante a más de un millón de seres humanos. La pasividad de las naciones extranjeras que tardaron en reaccionar con la ayuda humanitaria contribuyó a que miles de criaturas fallecieran de manera inhumana. Las imágenes de los vientres abultados de aquellos pequeños y la desesperanza de sus madres todavía siguen vivas en mi memoria.

Pero aquella sencilla canción, que sugería que con actos de generosidad no solo ayudábamos a los demás sino que nos salvábamos a nosotros mismos, se convirtió en un himno de unidad frente a las injusticias, y en cuestión de meses se propagó como la pólvora por todo el planeta. Lo más bonito es que hubo un antes y un después de aquello, pues marcó el camino para quienes quisieron aportar su granito de arena ante otros problemas humanitarios que, por desgracia, vinieron después.

Hace dos años salimos de una sospechosa pandemia que, tras una vergonzosa dejadez por parte de las instituciones, dejó cuantiosas muertes que podían haberse evitado (es tremendamente triste de recordar, entre otras, la gestión de las residencias de ancianos). Contrariamente a lo que nos dijeron, aquello no nos hizo mejores, solo nos mostró que nosotros y nuestras familias estábamos solos y desprotegidos, y eso nos ha hecho más egoístas.

Después vino la televisada guerra de Ucrania que continúa con un constante goteo de civiles muertos y la paulatina invasión de sus ansiados territorios; algo que ya no impresiona como hacía al principio. Sin embargo, ahora, el conflicto en Palestina nos recuerda lo infame que puede llegar a ser una contienda, ya que no importa si son niños tirando piedras contra carros de combate, la única meta es aplastar al otro sin importar “el cómo”. Porque hay que decir bien alto que no están matando terroristas ¡están matando civiles! Y que conste que no me estoy posicionando políticamente; a mí, únicamente me importan los civiles. La guerra es una mierda. No se me ocurre una manera de expresarlo mejor. Una mierda como un castillo de grande.

El derecho internacional humanitario (lo que coloquialmente se conoce como “las leyes de la guerra”) establece la forma de actuar de las partes intervinientes en un conflicto armado, para tratar de minimizar el sufrimiento humano y proteger a la población civil. Los principales tratados, los Convenios de Ginebra de 1949 y sus protocolos adicionales, fueron adoptados tras los horrores de la, ya casi olvidada, Segunda Guerra Mundial. Aun así, seguimos escuchando “crímenes de guerra”, “crímenes de lesa humanidad”, “genocidio”, “uso indiscriminado de armas prohibidas”, todo ello para causar daños desproporcionados y un sufrimiento innecesario.

Pero la guerra siempre ha estado ahí, a la suficiente distancia para acostumbrarnos a su presencia sin tener que preocuparnos demasiado por nuestra integridad. Porque esos no son los únicos frentes abiertos, hay muchos más: el Sahel y el Magreb, Birmania, Somalia, Sudán, Siria, Nigeria, Yemen, República Democrática del Congo, Mali, Etiopía, Haití, Libia, y otros conflictos que se consideran de más baja intensidad con los que llenaría páginas y más páginas, lo que supondría el hastío de quién leyera o leyese mi artículo.

Todos sabemos que las guerras dejarían de existir si no fuesen financiadas por los que continúan repartiéndose el mapa del único mundo que conocemos. Guerras disfrazadas de odio que acaban enfrentando a hermanos contra hermanos, pero que solo esconden ruines intereses comerciales: coltán, diamantes, oro, litio, petróleo, madera, y ve tú a saber qué más… Gobernantes derrocados, y dictadores aupados al poder por los servicios de inteligencia de países, a cuyos mandatarios se les llena la boca al hablar de libertad.

El ser humano es demasiado ignorante, pues sigue librando batallas que no le conciernen.

A veces me pregunto: ¿de qué sirve estudiar historia en los colegios si luego seguimos cometiendo los mismos errores? Porque lo que más miedo me da es que parece que ya nadie recuerda cómo se forjaron las grandes guerras; la historia acabará por desvanecerse ante nuestras narices y llegará el día en que frente a nuestra apatía la cambiarán y ni siquiera nos percataremos de ello. Yo ya he comenzado a atesorar libros de historia porque es allí donde se desgranan los acontecimientos que marcaron nuestro pasado y es importante que no lo olvidemos para que podamos defender nuestro futuro.

Porque hemos dejado nuestra seguridad en manos de unos gobernantes que son los responsables de aplicar lo aprendido de la historia a los problemas que van surgiendo, pero está claro que muchos de ellos la desconocen. Su preocupación no va más allá de acaparar asesores para que sus vacíos mensajes y los trajes de firma que les envuelven deslumbren a los votantes. Como veis, está en nuestras manos que las futuras generaciones nazcan en un mundo libre donde puedan decidir cómo vivir y morir en paz.

Muchos tenemos la suerte de haber nacido en sociedades donde nuestras necesidades básicas están cubiertas y no reparamos en que, el conocimiento, nos hacen libres. Pensemos por un momento en esos lugares donde está prohibido leer con libertad o donde hay que decidir entre alimentar a una familia o tener una cultura básica. Da miedo, ¿verdad? Ahora mi pregunta es, por qué los escritores no nos unimos y enviamos libros a esos lugares donde la lectura es un bien inalcanzable. Es cierto que no acabaríamos con ninguna hambruna, pero llevaríamos un pedacito de nuestra libertad impresa sobre inocentes páginas de papel que, algún día, quién sabe, derrumbarán los muros de la ignorancia. Así dejaremos para nuestros hijos un mundo más justo en el que vivir.