Stephenie Meyer
Mi marido es ingeniero. Sus amigos también. Todos tienen costumbre de leer, pero ni novelas, ni poesía, solo libros “de utilidad”, o sea, de tecnología –me dice que novelas de Tom Clancy o de ciencia-ficción también, pero yo le observo con total indiferencia por encima de mis gafas.
Cuando le acuso de que ninguno ha mostrado nunca interés en mis novelas –su vida va demasiado rápido para considerarlo siquiera– él me acusa a mí de no sentir curiosidad por nada que tenga que ver con la tecnología. ¡Qué le voy a hacer, ese mundo me viene al menos dos tallas grande!
Pero tiene razón. A veces necesito que se detenga el tiempo, paladearlo mientras me adentro en las historias que brotan de las páginas de los libros viejos que no permito que acumulen polvo en mi estantería.
Evidentemente, ninguno de los dos puede decidir qué es más importante para el desarrollo del género humano, aun así y tras un breve instante de vacilación, le contesto que la tecnología es evolución, pero la literatura forma parte de nuestra cultura, es el legado que recogemos y el testigo que pasaremos cuando hayamos dejado de existir. Ahora es él quien me mira con indiferencia por encima de sus gafas.
Entonces mi mente inquieta se
rebela y grita: «La tecnología no muere, solo avanza, por ello no está en riesgo
su existencia. Pero, si perdemos la capacidad de mostrar empatía por aquello
que escribieron otros cuando fueron silenciados
o estuvieron cautivos, cuando sintieron temor o vacilaron, cuando nos hicieron
cómplices de sus secretos o desnudaron sus almas, se pudrirán nuestras raíces –esas
que, por derecho, nos mantienen sujetos a este mundo–, y lo que es peor,
acabaremos perdiendo la capacidad de discernir, de opinar, de rebelarnos, de
defender nuestros derechos, de levantarnos, de sentir amor. En una palabra, dejaremos
de ser seres sintientes.
Es cierto que la tecnología nos
facilita la vida e incluso nos acerca a comportamientos más racionales, pero eso
me lleva a preguntarme ¿dónde quedarán las conductas irracionales, esas que
llenaron cientos de páginas a lo largo de la historia?, ¿en qué mundo cabrán
los desequilibrados y los perturbados?, ¿cuántas mujeres silenciadas quedarán en
el olvido? –siempre sospeché que Anónimo era nombre de mujer.
Todos sabemos que la tecnología nos
ofrece en la nube una recopilación literaria ilimitada, pero yo amo las bibliotecas
con ese rancio olor tan característico que solo tiene la historia ¡donde hay un bibliotecario, sin duda, se encuentra
un alma noble!
Si alguien pudiera analizar de qué está hecho mi ADN podría ver en su secuencia a Zaratustra, al viejo y el mar, a Juan Salvador Gaviota, a Dorian Grey, a Rebeca, al Quijote y a su fiel escudero Sancho, al tío Vania y a tantos otros.
No tengo la respuesta sobre qué es mejor para la evolución del ser humano, solo sé que sin la literatura, yo acabaría perdiendo mi humanidad».
Pero mi boca sensata solo se
atrevió a decir: «¿te apetece otro café?».
Escribir es defender la soledad en la que vivo. María Zambrano.